El libro es nuevo, pero debido a su antigüedad se encuentra desgastado.
Por largos años, desde 1900 hasta la actualidad, el sainete y sus cultores fueron para gran parte del campo intelectual la “oveja negra” del teatro argentino. Su sola existencia explicaba todos los vicios que se le endilgaban al país por su conservadurismo estético y político, por cómico, por costumbrista, por comercial, por popular y por exitoso, por su “mal gusto”, su “falta de decoro y de capacidad profesional”. La crítica y la investigación modernas saludaron su “desaparición” no como el resultado de un cambio de sensibilidad del público sino como el índice que confirmaba que su bajeza artística y humana había sido superada. Debido a la concepción positivista y progresista de las clases dominantes el “avance incontenible” hacia “formas más elevadas” era merecedor de los más caluros aplausos.
Se argumentaba que los países más evolucionados —como Francia e Inglaterra— no cultivaron al sainete como género individual y se afirmaba que estos países, a diferencia de lo ocurrido en Argentina, habrían tenido la sabiduría de no caer en “abusos irresponsables”. No pensamos así.
Los textos grotescos y los sainetes figuran, sin duda, entre las piezas más importantes del repertorio teatral argentino. Es un teatro gesticulante, rico en patetismo, pobre en imágenes y profundamente nacional. Tiene un sesgo que nos acerca y nos aleja de él al mismo tiempo. Todo, o casi todo, lo que se dice, por ejemplo, en Stéfano (1928), El organito (1925) o Mustafá (1921) tiene su correlato en el Buenos Aires de los veinte y los treinta. La crisis, el hambre, los nuevos ricos, la cómoda moral del porteño y el inmigrante, pero acompañado por el dolor y el desencanto. El género trasciende lo inmediato mediante una mediana captación artística pero, a la vez, una profunda visión social y humana.
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El libro es nuevo, pero debido a su antigüedad se encuentra desgastado.
Por largos años, desde 1900 hasta la actualidad, el sainete y sus cultores fueron para gran parte del campo intelectual la “oveja negra” del teatro argentino. Su sola existencia explicaba todos los vicios que se le endilgaban al país por su conservadurismo estético y político, por cómico, por costumbrista, por comercial, por popular y por exitoso, por su “mal gusto”, su “falta de decoro y de capacidad profesional”. La crítica y la investigación modernas saludaron su “desaparición” no como el resultado de un cambio de sensibilidad del público sino como el índice que confirmaba que su bajeza artística y humana había sido superada. Debido a la concepción positivista y progresista de las clases dominantes el “avance incontenible” hacia “formas más elevadas” era merecedor de los más caluros aplausos.
Se argumentaba que los países más evolucionados —como Francia e Inglaterra— no cultivaron al sainete como género individual y se afirmaba que estos países, a diferencia de lo ocurrido en Argentina, habrían tenido la sabiduría de no caer en “abusos irresponsables”. No pensamos así.
Los textos grotescos y los sainetes figuran, sin duda, entre las piezas más importantes del repertorio teatral argentino. Es un teatro gesticulante, rico en patetismo, pobre en imágenes y profundamente nacional. Tiene un sesgo que nos acerca y nos aleja de él al mismo tiempo. Todo, o casi todo, lo que se dice, por ejemplo, en Stéfano (1928), El organito (1925) o Mustafá (1921) tiene su correlato en el Buenos Aires de los veinte y los treinta. La crisis, el hambre, los nuevos ricos, la cómoda moral del porteño y el inmigrante, pero acompañado por el dolor y el desencanto. El género trasciende lo inmediato mediante una mediana captación artística pero, a la vez, una profunda visión social y humana.